El cumpleaños eterno: Reflexión Dominical
- melecuen
- 26 oct
- 3 Min. de lectura
El cumpleaños eterno: Reflexión Dominical

“La vida de los muertos perdura en la memoria de los vivos.” — Cicerón
Cada año, el cumpleaños de mi padre era una fiesta imposible de medir. Desde sus años como rector hasta el último que celebró en vida, era un día que parecía no caber en las horas del reloj. Desde temprano llegaba gente de todas partes: amigos, compañeros, trabajadores, familias enteras. Todos querían saludarlo, darle un abrazo, llevarle un obsequio, compartirle un recuerdo.
La primera mitad del festejo la pasaba recibiendo a la gente, y la otra mitad despidiéndola. Así era él: un líder cercano, cálido, atento. No había prisa ni gesto de cansancio; saludaba a cada persona con la misma sonrisa con la que los recibía en la universidad, en la calle o en su oficina. Era imposible no admirar la manera en que convertía un cumpleaños en una celebración de comunidad.
Ni siquiera la pandemia detuvo ese cariño. En el año más duro del COVID, cuando las calles estaban vacías y el miedo se respiraba en el aire, su cumpleaños volvió a ser una manifestación de afecto y gratitud. Se organizaron caravanas interminables de autos que pasaban frente a su casa solo para dejar un detalle, una carta o simplemente tocar el claxon en señal de cariño. No hubo abrazos, pero hubo presencia. No hubo fiesta, pero hubo amor. Fue una muestra clara de que el verdadero liderazgo no necesita contacto físico para sentirse: basta el respeto, la gratitud y la huella que se deja en el corazón de los demás.
Recuerdo que, al final de cada fiesta, cuando llegaba el momento de abrir los regalos, me llamaba y me decía: “Hijo, ayúdame a ver de quién es cada uno, para agradecer como se debe.” Porque así era él: agradecido, atento a los detalles, cuidadoso con la gente que lo quería.
Este año fue distinto. No hubo fiesta en la tierra, pero sí una celebración en el cielo. Y aunque ya no estuvo físicamente, su presencia se sintió más viva que nunca. Subí una publicación en mis redes donde se le servía su chocolate caliente de Casa María, ese que tanto amaba, hecho a su gusto, con la receta que perfeccionamos juntos hasta que quedó exactamente como a él le gustaba. En cuestión de horas, el cariño se desbordó: miles de reacciones, cientos de comentarios y decenas de historias compartidas.
Pero más allá de los números, lo verdaderamente conmovedor fue lo que esa publicación representó: un acto de memoria colectiva. La gente no reaccionaba a una foto, sino a un sentimiento. A la nostalgia de quien aún lo siente cerca. A la gratitud de quien alguna vez recibió su ayuda, su consejo o su palabra. Esa fue la verdadera fiesta de este año: una celebración silenciosa pero inmensa, hecha de recuerdos, afecto y reconocimiento.
Mi padre siempre decía que la vida no se mide en años, sino en las huellas que uno deja. Y en eso, él sigue cumpliendo. Cada comentario, cada palabra, cada recuerdo compartido por la gente, confirma que su liderazgo sigue vivo, que su legado sigue reuniendo corazones y que su presencia sigue iluminando el camino de muchos.
Sí, fue un cumpleaños diferente. Pero también fue una manera hermosa de confirmar que el cariño no muere, que los grandes líderes trascienden la ausencia y que hay afectos que ni el tiempo ni la distancia logran borrar.
Hoy, más que tristeza, siento gratitud. Porque su ejemplo sigue guiando los pasos de miles de personas, su voz sigue inspirando decisiones y su esencia sigue habitando cada rincón donde hay trabajo, esfuerzo y esperanza.
Y mientras tanto, allá arriba, me gusta imaginarlo con su taza de chocolate caliente, sonriendo, viendo cómo su gente, esa que tanto quiso, lo sigue recordando, admirando y queriendo.
✨ Gracias por acompañarme en esta nueva Reflexión Dominical. Como siempre, aquí estoy, cercano y a la mano, compartiendo lo que la vida me enseña.
Héctor Melesio Cuén Díaz

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